Y mientras las lagartijas me seguían
rondando en la cabeza
y el dragón miraba desde su exilio
con sus ojos tristes y su heroica renuncia,
yo era acusada de matar a una criatura
cuya sangre me había pintado los dedos.
Y en su sepulcro lloraba y cantaba,
entre recuerdos las lagartijas se arrastraban
y de dulces sueños me hablaban.
Un ser longevo me hizo blanco de su miedo,
alegaba que entre risas me había robado el cielo,
pero luego dijo que sólo le había lastimado los pies
y bastó con sacarse los zapatos
y esconder su tropiezo en un vaso de vino,
aunque su inminente destino era de nuevo caer.
El dragón se había tragado mi histeria,
había masticado mi mancillada alma
y en sus fauces quedaban rastros de ella.
Pero el ser cuyo cadáver yacía a un lado
aún creía que iba a despertar
y quizá hasta pensaba
que con rezos lo iba a resucitar.
No sabía que a quien amaba ya no estaba,
se había ido con otra criatura
a cualquier otro lado del mar;
y una lagartija en su nido guardaba
los restos de aquél amor
que ese ser de sangre podrida
con tanto estoicismo porfiaba por recuperar.
El dragón dejó de custodiar a la princesa
y se entregó al letargo de la lagartija;
el ser antiguo de la sangre podrida
retornó a su vil naturaleza;
y yo sepulté mis penas con el resto de la historia,
y le cambié al diablo mi memoria
por un alma menos enferma
y unos años más de inmortalidad.
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